En honor al día de la partida del Arí (Rabi Yitzjak Luria) en el mes de Av (mes hebreo equivalente a julio-agosto), traemos la historia de la vida de quien convirtió la Cabalá en un camino abierto para todos, un camino a la eternidad y la perfección, a una vida de amor y felicidad.
(Por Salomón Vinocur)
El viento de la madrugada dispersaba las neblinas de la noche sobre los techos de la ciudad de Safed. Me desperté de repente, cansado y bañado en frio sudor. En mi cabeza aún corrían fragmentos del sueño, un sueño en el que mi maestro, el Sagrado Arí, me contaba sobre el día en el que su alma dejará el mundo.
“En siete meses te quedarás solo, Jaim Vital”, me dijo decisivamente, “deberás continuar el camino precisamente como te he enseñado. Nadie más que tú puede hacerlo”.
Sus palabras se insertaron en mi carne como clavos, una tras otra.
“Rav Yitzjak”, le contesté con gran asombro, tratando de aguantar las lagrimas que ahogaban mi garganta, “¿qué haremos sin usted? ¿Quién nos conducirá a la espiritualidad?”, dije silenciosamente entre dientes.
El Arí me observó y calló prolongadamente. Después de varios minutos que parecieron una eternidad, dijo: “No somos nosotros los que determinamos la duración de la estadía del alma en nuestro cuerpo. Todo lo que debemos hacer es aprovechar de la mejor manera posible el tiempo terrenal que se nos ha fijado, es decir, ayudar a cuantas más almas a descubrir el mundo superior, al Creador…”
Sus palabras penetraron directamente a mi corazón, pero me negaba a aceptarlas.
“La fecha ya fue fijada, Rav Jaim”, me dijo de repente, “el cinco de Av de 1572”.
(Por Salomón Vinocur)
El viento de la madrugada dispersaba las neblinas de la noche sobre los techos de la ciudad de Safed. Me desperté de repente, cansado y bañado en frio sudor. En mi cabeza aún corrían fragmentos del sueño, un sueño en el que mi maestro, el Sagrado Arí, me contaba sobre el día en el que su alma dejará el mundo.
“En siete meses te quedarás solo, Jaim Vital”, me dijo decisivamente, “deberás continuar el camino precisamente como te he enseñado. Nadie más que tú puede hacerlo”.
Sus palabras se insertaron en mi carne como clavos, una tras otra.
“Rav Yitzjak”, le contesté con gran asombro, tratando de aguantar las lagrimas que ahogaban mi garganta, “¿qué haremos sin usted? ¿Quién nos conducirá a la espiritualidad?”, dije silenciosamente entre dientes.
El Arí me observó y calló prolongadamente. Después de varios minutos que parecieron una eternidad, dijo: “No somos nosotros los que determinamos la duración de la estadía del alma en nuestro cuerpo. Todo lo que debemos hacer es aprovechar de la mejor manera posible el tiempo terrenal que se nos ha fijado, es decir, ayudar a cuantas más almas a descubrir el mundo superior, al Creador…”
Sus palabras penetraron directamente a mi corazón, pero me negaba a aceptarlas.
“La fecha ya fue fijada, Rav Jaim”, me dijo de repente, “el cinco de Av de 1572”.
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